YA TENGO 8 MECES AQUÍ, y las
mariposas no aparecen. Me digo que no aparecerán porque ya no es tiempo, tenían
que aparecer en primavera, despuesito que todo floreciera, antes que los aguaceros
cayeran, reblandeciendo la tierra, dejando su jugo en el valle, pintando el
mezquital de verde, así como lo recuerdo en mi niñez, pero no, no aparecieron,
ni las lluvias, ni las flores, y es por eso que las mariposas no llegaron.
Ya tengo 8 meces aquí, y lo
recuerdo bien porque mi llegada coincidió con el entierro de don Audelino.
Era un 12 de marzo cuando había
llegado de la capital y caminaba las veredas que conducen a distintos lugares,
por entre los matorrales, magueyes y de más.
¡Era hermoso! Escuchando nada
más que el viento que surca los campos áridos, y rara vez, una canción a la
distancia.
No lo sé, era como un déjà vu,
pero cada que me reencontraba con mi pueblo, parecía reencontrarme y escuchar
en voz alta mis propios pensamientos.
Miraba a lo legos el humo que salía
de las casas de adobe, piedra y penca donde posiblemente en el fogón yacía una
gran olla de café, sostenida en dos barras de metal puestas sobre dos grandes
piedras, así lo recordaba. Posiblemente en una de esas casas mi abuela
reblandeciendo un pedazo de bolillo seco en las brasas del fogón.
Y caminaba, y a la vez pensaba.
Yo venía entonces de la ciudad,
donde la modernidad se había tragado todo, pero aquí no, miraba esa neblina que
siempre bestia de inocente blanco cubriendo el mezquital, y más allá las
molenderas que regresaban por entre el camino donde las piedras ruedan entre
sus pies descalzos, y el alba moría lentamente con los primeros rayos de sol a
sus espaldas.
Aquí la modernidad no existía,
no se tragaba nada, el sol era lo que se comía todo, la tierra, las
plantas, el aire y la piel del campesino.
Recordaba viendo esa neblina
que cubría todo el mezquital, eso me traen buenos recuerdo. Me decía mi abuela
“No se olvide de mí, de su pueblo, de su gente, regrese, regrese cuando pueda”
Y estaba de más que lo dijera,
en la ciudad solo anhelaba regresar, regresar a mi pueblo, a mi gente, a sus
colores, sus olores y sabores, había aprendido amar ese lugar con los
ojos del alma y era algo que jamás me lo arrancaría del corazón.
Entonces, esa neblina dejaba
solo ver las siluetas borrosas de los magueyes y mezquites, que yacían entre
los matorrales.
Recordaba mi tierra, esa tierra
que olía, y como tanto me decía mi abuela que nunca le olvidara.
¡Por allá!, en mi pueblito.
Entre campos áridos, entre
cardones, mezquites,
magueyes y demás.
¡Por allá!, entre el olor del
pulque y el humo del fogón.
¡Por allá!, entre el olor de la
olla de café y del pan seco reblandecido entre las cenizas y brazas.
¡Por allá!, entre las risas
descaradas del viejo guarro, por entre las milpas desgarradas de colores
agrios.
¡Por allá!, donde se huele la
tierra seca,
¡Por allá!, entre el aroma a
tierra mojada por la lluvia.
<<Y sí, así fue, muchas
fueron las veces que regrese para caminar por el monte de mi pueblo, siempre
pensando en mariposas; me decía; quizás yo soy el único que ve lo bello de esta
tierra descarnada y seca.>>
Seguía caminando, y a lo lejos
cuetes que irrumpen, dirigiéndose al nublado cielo, con estruendoso trueno la
soledad que imperaba queda irrumpida.
Esa tranquilidad de la cual
disfrutaba se vio mermada.
Al llegar a la cima, desde la
loma, se mira que no son cuetes de fiesta, entonces a lo lejos, por el camino
de terrecería alcanzo a divisar una procesión de un muerto.
Es raro que a un muerto se le
lleve a enterrar con cuetes en el cielo, bueno, quizás así lo decidió el
difunto, ¡va! uno quien es pá cuestionar esos asuntos – pensaba al avanzar por
la orilla del camino.
Desde donde me hallo se ve un
remolque tirado por un burro, a la vez el burro es arreado por una mujer
encorvada vestida de negro de los pies a la cabeza, posiblemente era la viuda.
en el remolque una caja de muerto con una corona de flores y por lo que alcanzo
a divisar, es el único arreglo floral del difunto, una banda pueblera,
conformada por tres tipos le siguen, uno con tuba, el otro con guitarra y uno más
con acordeón, detrás de ellos no más de 8 personas, ¡Todo el pueblo, creo!. La
mayoría de ellos ya mayores de edad, puesto que los más jóvenes han emigrado
pal norte o pá la ciudad.
- Mi dejaste maldito
viejo, mi dejaste, si habíamos quedado que nos iríamos juntos, juntos como
muéganos y si juera posible en el mismo cajón, esa era tu promesa ¿Hora que voy
hacer sin ti? Si no mi muero de enfermedad, mi muero de tristeza, mi
dejaste, mi viejito chulo.
Se escuchó decir, entre sollozos.
- ¡Hora! ¡Hora! Camina,
maldito animal, burro, burro como tú dueño que llevas como bulto.
Grito la mujer al arrear el
animal, golpeándolo con furia con un pedazo de cincho que traía en una de las
manos, desquitando con esa acción su dolor con jumento.
Al acercarme más, pude darme
cuenta que era la mujer de don Audelino, doña Lazara, al pasar frente a mí le
saludé, pero no respondió, haciéndole honor a su apodo "doña mala".
El muertito, era don Audelino, el tlachiquero del pueblo, su féretro, era de
madera cruda, sin trabajar ni nada, se veía áspera, tosca, pintada de color
negro mate, de la cual solo resaltaba algunos clavos de color gris plateado,
que sostenían unidas las maderas del féretro.
La cajita modesta, pobrecita
como la vida que vivió el viejo, posiblemente se la había hecho el carpintero
del pueblo, y hasta puedo asegurar que la construyo con los materiales más
baratos o retazos de madera que tenía derrumbados por ahí, y es que los viejos
no eran de muchos centavos, y tal vez no le alcanzaba a doña mala para ese
estuche pá ricos, como se lo escuché decir en algún momento.
Cuando pasaban frente a mí,
entonces centre mi atención en los integrantes de la banda, el que toca la
guitarra se ve viejo y muy cansado, sus zapatos se miran rotos y degastados,
pero es el único de los tres que usa zapato cerrado, los otros dos traen
guarache cruzado que con el polvoriento camino ha dejado los dedos de sus pies
blancos y cuarteados, pero lo que más llama mi atención y hace denotar su
miseria son sus trajes, los pantalones de color azul rey y sus chaquetas
rojas se miran desgastadas y descoloridas por el sol, atrás en sus espaldas una
leyenda se puede leer “Los caminante”.
- ¿En que está pensando?
¡Ni me escucha! Le estoy hable y hable y ni me pela.
Escuche decir de don Chon, tío
de Lupe con quien mi abuela es comadre.
- Discúlpeme don Chon,
¿dígame usted?
- ¡Vámonos!
El último de la procesión en su
andar igual me dirige la palabra. Es don Epifanio.
<<El viejo encorvado por
la edad y con bastón, pero a pesar de ello, y con su edad siempre se lo mira
salir de su casita, muy temprano pá la tienda, "pá echarse una su
cahuama".>>
- Haxa juä
- Buenas días jefe, ¿como
esta? - Le contesto
<<Me acerco a él, le
saludo y le beso la mano, es una acción que en el pueblo es muy frecuente ver,
es una acción de respeto pá los viejos, pero que con el tiempo ese respeto se
ha ido perdiendo al igual que la tradición. >>
- yo estoy bien, bien en
lo que cabe, bueno, al menos dios nos ha dado licencia pá llegar hasta el día
de hoy. - siguió caminando y a unos escasos metros se para, voltea la mirada y
menciona.
- ¡Hora! Que no
vas? vamos a acompañar a don Audelino que acaba de morir.
Con el bordón en la mano
reafirma la invitación.
- No don Epifanio, tengo
que terminar de llegar a su pobre casa, tengo que llegar con mi abuela. le
respondo.
- Que me perdone don
Audelino y doña mala, pero no voy a poder acompañarles.
- Bueno ay será pala otra
- Escucho mencionar entre risas a don Chon.
- ¡Va, pá la otra! ¡Va!
Como si nos muriéramos dos veces.
Pá la otra.
Mientras el féretro seguía su
andar, don Epifanio quien se había quedado unos pasos por hacerme la
invitación, enseguida camino, pues se había quedado muy atrás.
- Bueno, luego nos
miramos, me voy, me voy si no me dejan.
Retomo su camino y escuchándole
decir, murmurando entre dientes, riendo disimuladamente.
Bueno, tal vez en el próximo
entierro, del próximo difunto, espero no sea yo. Menciono, dejando soltar una gran
carcajada..
Ellos dirigiéndose al
cementerio, y yo a mi casa, ambos dándonos la espalda. Camine, camine
pensando en aquel viejo que en vida olía agrio, agrio como él pulque que vendía
y el cual muchas veces entre las borracheras había fungido como confesor de
nuestros sentires, de aquel elixir que
por sus cualidades creíamos tenía la facultad para otorgar la absolución de
nuestros pecados.
De repente detuve mis pasos, sentí
nostalgia por el difunto, miré a mi alrededor, y en ese lugar tan desolado, por
alguna extraña razón en ese preciso instante, sentí un frío helado recorrer mi
cuerpo, sentí el peso de mi andar, la obligación de acompañar con aquel viejo
fue más grande,
Era un día nublado, y entonces
eche marcha atrás para alcanzar al cortejo fúnebre, quería no ir, pero al final
era mi amigo.
Apresure mis pasos para
emparejarme con ellos.
Un viento efímero llego del
norte arrebatándome el sombrero de Palma, de ala corta que llevaba en mi
cabeza, el sombrero voló y rodó hasta terminar enfrente de las patas del burro
que arrastraba el féretro, la prospección se detuvo y la banda pueblerina cayó
su música.
Todo quedó en silencio, el
jumento agacho la cabeza, tomando el sombrero con el hocico masticándolo
enseguida.
- ¡Burro
tonto! Se escuchó decir de doña mala
El animal tenía hambre, se
miraba en su complexión casi esquelética.
- ¿Y
entonces, te has animado a acompañarle? Preguntó don Epifanía
No dije nada, solo acerté con
la cabeza
Me acerqué a doña mala quien ya
alistaba el cincho para darle al animal
- No haga
eso doña mala, no es culpa del animal, don Audelino lo ha detenido, él le ha
puesto el sombreo en el hocico, miro que venía yo atrás y se detuvo pá que lo
alcanzara, él ha querido así, él quiere que lo acompañe.
Solo ha de lamentar no haberse
ido en un día soleado, así como en tantas veces me lo dijo.
La mano que sostenía el cincho
disminuyó la fuerza con la que era apretado, cediendo y cayendo la punta del
mismo hasta terminar a un costado de la rodilla de la viuda. Se escuchó el gran
silencio en el valle, solo el viento seco se escuchaba y sentía en la cara, el
silencio hacía más visible la ausencia de don Audelino.
El burro dejó caer de su hocico
el sombrero que masticaba, se había quedado inmóvil y con cautela y respeto me dirigí
a recogerlo, cuando me agache doña mala mencionó.
- Si, ya
sentía su muerte, y me lo dijo munchas veces, me decía ya borracho hay mi Mala,
"Solo
estoy esperando que se acabe la flamita de mi vela, ya casi es mi hora", pero no
le creía, pensaba que me lo decía por los pulques que se echaba.
Levantando su reboso negro y se
miró las lágrimas recorriendo sus mejillas, unas mejillas arrugadas,
ennegrecidas por el sol.
Me puse el sombrero aun cuando
esté estaba babeado por la peripecia del animal.
Yo no sabía más que decir en
ese instante.
- ¿Entonces
te lo dijo? Artículo la pregunta, con una voz entre cortada, pasándose un gran
trago de saliva
- ¿Que doña
mala?
- Que odiaba
los días grises.
- Si, era
algo en el que ambos coincidíamos, los días nublados son tristes
- ¿Entonces
conocías mi Audelino?
- Si, y lo
estimaba al viejo.
Seco sus lágrimas de sus ojos y
mejillas, exhalo con gran fuerza dejando salir el aire de sus pulmones en forma
de suspiro.
- Pero que
le vamos hacer, ya se nos adelantó.
¡Hora! Anda burro
Al escuchar esto el animal y
sin golpe alguno retomó su andar.
Continuamos así el camino de terracería,
hasta que el viejo Epifanío que iba a un lado de mí, para quebrar el gran silencio
le escuché decir
¡Se ve que va llover! Bueno,
será bueno pá la milpa…
Yo entré mí mismo esperaba que
fuera así, y camine con esa idea en la cabeza, tenía la certeza que si llovía
el mezquital se iba llenar de verde con muchas flores y de miles de mariposas
de colores, había venido para eso, pá casar mariposas como cuando niño. Pero
pensaba en la última vez que les vi en el campo, ya eran muchos años y nada, y
eso era por las sequías en el mezquital.
mmm! fue aquella vez que se
cubrió la tierra de rojizo, la última vez que les mire en todo el valle...